Revista EL COLECTIVO

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viernes, 6 de noviembre de 2009

FALLECIÓ ANIBAL FORD


Investigador y Docente fundacional del campo de los estudios de Comunicación Social, tanto en la Argentina como en Latinoamérica y fue el creador del Centro Editor de América Latina, el destacado intelectual Anibal Ford falleció hoy a los 75 años en la ciudad de Buenos Aires. A continuación reproducimos uno de sus relatos tomado del libro: "Los diferentes ruidos del agua".

EL GRITO

Quince años después ese grito sigue en mis oídos. A pesar de mi edad no sé qué astucia animal, qué oscura sabiduría hizo que en los primeros años me esforzara por callarlo. Aun ahora trato de hacerlo y a veces pienso que llego a conseguirlo. Pasan meses sin que en el sueño o la vigilia vuelva a hundir los pies en las hojas secas mojadas por la lluvia, los árboles brillantes en lo más profundo del monte y de la noche, el agua corriéndome por el cuello, por la espalda, por el pecho, la luz de la linterna metiéndose trabajosamente en la oscuridad y yo casi inconsciente, buscándola, gritando, creyendo ver lo que no era, ahogado de cansancio. Es lo mismo, es volver a vivir lo mismo. Siempre tengo la certeza de no estar recordando. Por eso digo que quince años después ese grito sigue en mis oídos y cuando lo oigo es como si de pronto me pusiera a observar una zona de mi piel, algo que llevo siempre en mí, inevitablemente.
Mi padre nunca quiso creer lo del grito. Yo dejé de mencionárselo porque me di cuenta de que era inútil hacerlo. Era como si me dijera no me hables de eso, cuando lo haces te transformas en algo que desprecio.
No lo decía, pero sus ojos bastaban. De lo que pasó esa noche sólo aceptó una parte de mi relato y después no se habló más del asunto.
Cuando me despertó el chirrido del molino era la una y cinco de la mañana. El sonido subía y bajaba, cruzaba la noche enredado en la lluvia y el viento que avanzaban, irritados, sacudiendo los árboles, deshaciéndose contra las paredes de la casa. Recuerdo que las dos agujas verdes estaban juntas y que me quedé mirándolas mientras se separaban. Brillaban en la oscuridad. (Hacía más de un año que tenía el reloj. Me lo había regalado mamá antes de morir, el día que cumplí nueve años.) Llamé a mi padre. Julio se había olvidado otra vez de trabar el molino y no convenía que siguiera andando así; ya estaba bastante arruinado. Volví a llamarlo, pero mi voz se perdió en la soledad de la casa. Todavía no había regresado.
El se iba casi todas las noches a lo de Hepburn. A eso de las diez y media cuando yo me acostaba ensillaba su caballo y salía, al paso, fumando en la oscuridad. Se quedaban hasta las dos o tres de la mañana tomando whisky, escuchando onda corta, charlando, o simplemente callados, uno frente al otro. Siempre comenzaban con lo cercano, el mantenimiento de las chacras, los asuntos del pueblo, los arreglos, las plantas, las incubadoras, pero a medida que la bebida daba vueltas y se alargaba, cada uno penetraba en temas más borrosos y lejanos o en largos silencios. El inglés hablaba entonces de la guerra, relataba sin emocionarse los momentos en que había tocado la muerte volando como radio de un hidroavión en el Pacífico, armaba los fragmentos de su pasado despaciosamente como si estuviera buscando algo. Mi padre lo escuchaba y fumaba, sin hacer comentarios, tal vez callando sus recuerdos.
El campo de Hepburn quedaba a unos cinco kilómetros. Yo muchas veces esperaba despierto el chirrido de la tranquera perdiéndose en la noche, anunciando su llegada y al oírlo sentía que podía espantar el miedo de esas horas en la casa solitaria. Esto nunca se lo dije. No lo hubiese comprendido y no sin sufrir me fui acostumbrando. El me trataba como a un hombre y aprendí pronto que eso significaba que yo estaba solo y que era inútil darme vuelta para buscar la cara de mamá.
A veces el chirrido aceleraba su ritmo, subía y bajaba empujado por el viento que pasaba silbando a través de los eucaliptos, que hacía vibrar las persianas, que aplastaba las ráfagas de lluvia contra las paredes. Esperé media hora, inútilmente, pues sabía que Julio no lo iba a oír desde su casa. Prendí el farol y me senté en la cama. Me costaba decidirme a salir. Durante un momento me distrajeron algunos ruidos apagados en el comedor. Eran las dos menos cuarto. Comencé a vestirme. Me puse un saco, metí el pantalón pijama adentro de las botas y me eché encima un capote que me llegaba casi hasta los tobillos. El pasillo se balanceó iluminado por la luz del farol que puse con cuidado sobre la mesa, buscando la linterna con los ojos. Estaba sobre el aparador. La tomé y me dirigí hacia la puerta. Una bocanada de viento frío y cargado de agua me golpeó la cara. Llovía con fuerza, de costado.
El molino estaba detrás de la casa, a unos quince metros. Corrí pegado a la pared hasta el fondo y después crucé dando saltos. Apoyé la linterna en el suelo y me colgué de la madera que hacía de traba.

Entonces, oí el grito. Venía del monte que estaba a más de cien metros de la casa, hacia la izquierda. Era una parte del campo que no se trabajaba. No sé cómo, a pesar de la distancia el grito llegó claro, inconfundible a través de los ruidos persistentes del viento y de la lluvia. Me descolgué temblando, recogí la linterna y esperé con una mano apoyada en los hierros mojados mientras el chirrido del molino volvía a meterse terco y cortante en medio de la noche. Impotente la luz se agotaba a los pocos metros. Y de nuevo otro grito cruzó hacia mí, tan entrañablemente mío que un impulso superior al miedo que me llenaba el pecho, el vientre, las manos, hizo que comenzara a correr desesperado hacia el monte.
Fue mi padre, él me encontró. No sé si le dije algo los dos primeros días que pasé en cama, con fiebre, casi inconsciente, pero recuerdo que cuando me sentí un poco mejor y quise hablarle él me escuchó en silencio y cuando yo comencé a interrogarlo sobre lo que me había pasado me dijo secamente no hablemos más del asunto... olvidate, y se fue de la habitación.
A los pocos días él ya iba todas las noches a lo de Hepburn y la vida siguió como siempre. Dos o tres intentos de volver a hablar de lo sucedido en el monte me bastaron para no tocar más el tema. Me di cuenta de que era una de las tantas cosas que iba a tener que olvidar (o mejor, callar) a solas, sin ayuda, y que en cierta manera debía conquistar la seguridad que él tenía ante lo que me había pasado y ante tantas otras cosas.
Pasaron cuatro o cinco meses durante los cuales traté de olvidar. Creo que a veces pasaban días sin que yo pensara en el monte. Hasta que llegó esa mañana de noviembre.
Me levanté como siempre a las seis y mientras me vestía me extrañó no oírlo. El dormía muy poco y generalmente cuando yo me despertaba ya estaba en la cocina esperándome con el desayuno preparado. Lo llamé y al no obtener respuesta fui hasta su habitación. La cama estaba hecha. No había dormido ahí.
Recorrí la casa, salí. Julio no lo había visto. Entonces ensillé un caballo y me fui hasta lo de Hepburn. Tampoco estaba, se había ido de ahí como siempre, a eso de las dos de la mañana. Seguí hasta el pueblo. Pregunté en el almacén, en la comisaría. Nada. Decidí volver con la esperanza de encontrarlo en casa, pero no había regresado. Julio lo había estado buscando sin resultados y estábamos parados hablando atrás de la casa cuando sin querer fijé los ojos en el monte. La idea se clavó en mí de tal manera que no pude apartarla y ya no oí más lo que Julio me decía.
Corrí, me metí entre los árboles y comencé a buscarlo, a llamarlo. A los diez minutos lo encontré. Estaba tirado al pie de un árbol. Tenía los ojos abiertos y me miraba, pero no podía moverse ni hablar.
Murió a los diez días. Estaba completamente consciente. Yo me quedé al lado de su cama viendo cómo todo se iba lentamente, sin remedio. Muchas veces estuve a punto de hacerle preguntas sobre lo que había pasado esperando tal vez que él me contestara algo con la mirada, algo que afirmara o negara aquella otra noche de tormenta en que yo había corrido desesperado hacia el monte. Muchas veces estuve a punto de preguntárselo pero no lo hice. No fue por él sino por mí. Temí que al escucharme ya no me hubiese mirado con desprecio.

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