Revista EL COLECTIVO
jueves, 6 de marzo de 2008
¿RESISTIRÉ?
Un cocinero hace una pequeña asamblea en la cocina. Ahí estaban la gallina, los patos, los chanchitos. Y el cocinero les dice entonces: “Los he convocado para hacerles una pregunta: ¿con qué salsa quieren ser cocinados?” Los pobres animalitos quedaron estupefactos. Hasta que la gallina le responde: “Yo no quiero ser cocinada”. “No, no – le responde el cocinero – eso está fuera de toda discusión. Ustedes lo único que pueden escoger es la salsa con la que quieren ser cocinados”. (Eduardo Galeano)
Nuestra historia reciente parece ser una historia de resistencias. Resistencia a las dictaduras, al neoliberalismo, al desempleo, a la precarización laboral. Resistir fue, durante mucho tiempo, salvar lo que se podía del huracán. Atrincherarse para preservar la vida y conservar lo más elemental: conservar el trabajo, aunque nos explotaran, poder dar de comer a nuestra familia, aunque nos humillaran. Aunque viéramos que aquello que nos negaban se lo llevaban otros. Aunque contempláramos una justicia que funcionaba sólo para algunos. Resistir, en otras palabras, era sinónimo de quedarse con lo puesto y evitar que te dejaran desnudo.
Con el tiempo esto se transformó en costumbre. Costumbre de que las cosas sean así, de que haya que agachar la cabeza y seguir. Costumbre de tener que pedir permiso para reclamar un derecho. Costumbre de que la represión y la judicialización de los conflictos sea la única respuesta. Costumbre de que las ganancias exorbitantes de las empresas privatizadas nos parezcan normales. Que la desigualdad creciente no se discuta y apenas se declame como una “cuenta pendiente”. Como si fuese un detalle. Sin darnos cuenta ese “resistir” se iba aggiornando. La palabrita comenzaba a ser utilizada por rockeros e hinchadas de fútbol, por políticos y hasta por empresarios. Para algunos era una forma de demostrar que se hacía algo sin que nada cambie. Para otros simbolizó pelear por las migajas. No jugarle a la cabeza sino solamente para salvar la apuesta. Desde los medios monopólicos nos enseñaron que debíamos “defender la paz social” y “el derecho a transitar”, fustigaron “la violencia de los reclamos”, machacando que las cosas se consiguen “peticionando ante las autoridades”. Nos convencieron de que, por más que luchemos, nada cambiará notoriamente. Por eso muchos manifestantes se apresuraban a aclarar que las protestas serían pacíficas y correctas. Que marcharían, gritarían y luego cada cual a su casa, como habría deseado el General.
Teníamos internalizada la derrota. Pretendíamos comenzar la reconstrucción sin inventario previo. Sin evaluar los daños. Sin reconocer que estábamos jodidos y que nadie resultó indemne. Era necesario un diagnóstico no para la resignación sino como punto de partida. Parte de ese resultado puede verse hoy en organizaciones efímeras, en agrupaciones que son solamente sellos, en consignas vacías que se continúan repitiendo aunque sin el compromiso necesario para concretarlas.
“Resistir no significa quedarse quietos simplemente defendiéndose de lo que viene de afuera” – dicen los zapatistas, y agregan: “es hacerse a uno mismo para que el otro no lo domine, es construir posibilidades de libertad, de autonomía, de dignidad” La construcción de nuestro propio camino, entonces, es el desafío que tenemos por delante. Sin salvadores que nos lo señalen ni garcas que nos otorguen su permiso. Sin esperar que nos toquen los bolsillos para reaccionar siempre tarde frente a aquello que vemos venir desde temprano. Sin conformarnos con lo menos malo. Salir de la derrota permanente. Ganar una batalla de vez en cuando. Y si perdemos alguna, conservar nuestro norte y volver a insistir. Porque sería muy triste que solamente debamos resignarnos a poder elegir la salsa con que pretenden cocinarnos.
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