Por RUBEN PAGLIOTTO
Vieran qué pena que siento
por perder mi poncho pampa,
y por aquél que con trampa
me lastimó en un momento!
Pero, paisanos, no miento,
si el que lo tiene dijese:
"¿qué hago si el poncho aparece?"
y me explica los porqué,
¡Yo se lo regalaré...
pero el poncho no aparece!
ARGENTINO LUNA
Comienzo por el principio. Hace algún tiempo, desde EL COLECTIVO se me ofreció que escribiera unas líneas sobre el caso de Fernanda Aguirre. Acepté muy gustoso el convite. En el entretanto ocurrió un hecho desgraciado: los portales de Internet anunciaban con indisimulado asombro y profunda consternación el fallecimiento en Capital Federal de Inés Cabrol, la mamá de Fernanda, víctima de una grave enfermedad que, en pocos días le quitó la vida. Tal acontecimiento, inesperado por cierto, al menos para el autor de esta columna, me obligaron a cambiar el tono y el tinte de la nota.
Salvando las diferencias enormes y muchas mantenidas con Inés, que afortunadamente le planteé de frente y personalmente aún desde antes de ser designados, junto al Dr. Iván Vernengo, Defensores Técnicos de Raúl Monzón; sería muy canalla de mi parte no reconocer todo el derecho del mundo a equivocarse que tiene una madre a la que un día cualquiera le arrancan impunemente de este mundo a su hija de trece años. Y en esa lucha pesada y asaz dolorosa que debió dar todos los días del resto de sus existencia, alimentada muchas veces por la ilusión de que la piba estaba con vida, dejó jirones, perdió salud, ganó frustraciones y miles de sinsabores.
Este caso que dio la vuelta al mundo, acaso porque siempre se lo emparentó con el rapto de menores para el ejercicio de la prostitución en redes internacionales, estuvo tenido de ribetes trágicos y de conductas de funcionarios y gente común, que quedarán indeleblemente registradas en el libro de lo que NO debe hacerse jamás, en la categoría de miserias humanas y vergüenzas ajenas, cuando no en incumplimientos de deberes y variopintos delitos propios de los funcionarios públicos.
El caso de la desaparición de Fernanda en la localidad de San Benito aquel domingo 26 de julio de 2004, en una desolada siesta en la que las familias estaban apoltronadas en sus casas, expectantes ante un verdadero clásico del futbol sudamericano como lo es el de Argentina – Brasil, se inscribió no sólo en un hecho policial más, sino y fundamentalmente, en un hecho político de trascendencia nacional.
Quizás, el crimen de Fernanda (varios participamos de la idea de que en rigor se trato de una muerte, aunque no lo tengamos formalmente probado) ocurrió en una coyuntura política muy especial, en que los secuestros eran cotidianos y, en el mayor numero de casos, rozaban directa o indirectamente a la maldita policía Bonaerense (en algún aspecto, parte de la nuestra no demostró ser mejor que aquella denostada fuerza policial desde épocas de la Gobernación Duhalde).
Algún día, acaso en mucho tiempo más, se sepan las motivaciones reales de la saga, cuyos pormenores conocemos quienes estuvimos vinculados a la misma y con acceso al expediente, aunque otros datos surjan extramuros y por ahora sólo reconocidos en voz baja por funcionarios y ciudadanos de a pie.
Este caso arrancó mal, continuó peor y finalizó pésimo, no sólo en cuanto a las expectativas de la familia Aguirre, sino de la ciudadanía toda.
Para empezar, el autor del secuestro (y para mi de la desaparición física de la niña), Miguel A. Lencina, increíblemente muerto en un calabozo de la Comisaría Quinta (nada raro que haya sido allí) a los pocos días de ser aprendido como consecuencia de un “suicidio” (suicidio????) que se produjo al quitarse la vida mediante ahorcamiento. En definitiva, al principalísimo protagonista de este crimen, no se lo cuidó, sino todo lo contrario, a juzgar por el fatal final.
Después de ese hecho que a nadie le cerró ni le cerrará jamás, salvo a un par de funcionarios judiciales y policiales amanuenses, le siguieron otros no menos sugestivos e inverosímiles que, lejos de demostrar yerros humanos, deslegitimaron y le quitaron seriedad a la investigación de un caso harto desgraciado, sumando un eslabón más a la larga cadena de descreimiento en la policía, el servicio de justicia y los funcionarios públicos cuyas áreas eran las responsables de llevar adelante ciertas medidas.
Fueron decenas de dislates, desaciertos, desprolijidades, irregularidades, pruebas obtenidas al margen de la ley, mentiras, aprietes, dineros pagados por debajo de la mesa y desfile de personajes siniestros y de incalificable catadura moral.
Sólo algunos pocos ejemplos de muchísimos que podría citar: a) El misterioso Abogado Santafecino Rodolfo De Aguirre, quien no pudo explicar en el juicio oral, el modo ni la manera en que es acercado a Mirta Chávez para ejercer su defensa; y mucho menos, por qué, luego de obligarla a declarar, abandona a hurtadillas y casi en secreto su cargo de defensor (alguien me contó quién le encargo a quién contratar el gris letrado de la vecina orilla); b) La visita clandestina del ex gobernador Busti a Mirta Chávez en la Unidad Penal Nº 6 de esta ciudad, que de no ser porque fue revelada por la prensa, jamás se hubiera reconocido; c) el fraudulento reconocimiento de las supuestas zapatillas de Fernanda, prohijado por el entonces Subsecretario del área de Justicia, Dr. Walter Carballo, el que fue descubierto gracias al análisis enjundioso de mi colega y amigo Iván Vernengo de las desgrabaciones de las escuchas telefónicas efectuadas por la SIDE; d) las serias y temerarias amenazas proferidas por el entonces Jefe de la Policía, Ernesto Geuna al cuñado de Fernanda Aguirre, de apellido Schoenfeld, en ocasión de un rastrillaje efectuado en la zona; e) el “hallazgo” de una “cola”, “colita” o “colero” para atar el cabello, que genero una típica mejicaneada entre el Comisario de Investigaciones, Juan Carlos “Pajarito” Geuna y el Comisario Carlos Catena, Jefe de Homicidios; f) el “hallazgo” de una tablita de madera, en la que una testigo, propietaria de una gomería pariente de un señor vinculado al poder, habría registrado la patente del auto en que supuestamente se secuestró a Fernanda; g) y podríamos seguir con la viuda de Rojo; h) las decenas de botellas conteniendo mensajes flotando por distintos ríos de nuestra geografía nacional, o testigos que, incluso, comparecieron beodos al juicio oral; i) el ciudadano que se comunicaba con Jesús (el de los cielos) y éste le contaba dónde estaba Fernanda;
l) el Radiestesista que a través de cómo iban girando unos palillos enterrados, ubicaría a la niña; ll) la presencia del Dr. Carballo en el programa de la diva Susana Giménez, en el que una vidente tendría datos para aportar sobre la menor desaparecida, que terminó en un fracaso rotundo ya que se trató de una chantada vergonzosa; m) los tormentos aplicados por funcionarios policiales a Raúl Monzón (cuya inocencia quedó palmariamente acreditada) y sus hermanos y los viajes de terror en que eran sometidos a vejámenes e interrogatorios propios de los años de plomo; ñ) la utilización de la presa para que le saque data a Mirta Chávez, luego encontrada ahorcada en una celda de Rosario y siguen…
Se aproxima un nuevo aniversario, el sexto, y nada absolutamente nada ha cambiado en esta triste, impactante y misteriosa historia, que no sea que Inés Cabrol –mamá de Fernanda- ya no estará en este mundo y entre nosotros para encarnar con esa polenta irresistible y porfiada de toda madre, la sempiterna, ineludible y necesaria búsqueda de la verdad, presupuesto de justicia y paz entre los mortales.
Mientras tanto, como dijo don Argentino Luna con inconmensurable sabiduría y sencillez: “ el poncho no aparece”.
(Nota publicada en revista EL COLECTIVO Nº 29)
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