Revista EL COLECTIVO
sábado, 10 de septiembre de 2011
LOS GOLES QUE SE PIERDEN EN LA VIDA
Por Osvaldo Quintana
(A Osvaldo Soriano)
Golpeé de nuevo aquella vieja puerta, esta vez con más fuerza. Donde alguna vez debió existir el timbre, sobrevivía apenas un hueco cubierto de cables y telarañas.
Escuché un sonido metálico, luego la puerta crujiente se entreabrió por el mismo golpe, dejando ver unas imponentes y sucias escaleras.
Todo llevaba a pensar que ese lugar se encontraba deshabitado desde hacía largo tiempo.
La noche se anunciaba fría e inapelable sobre aquel barrio desconocido, en la ciudad cordobesa de Río Cuarto.
Arriba, al final de los escalones, podía adivinarse una tenue luz dibujando en su entorno sombras imprevisibles.
Yo buscaba con desesperación un hombre entre 50 y 65 años interesado en contestar la última encuesta que estaba realizando vaya a saber para que miserable político.
Aquel no había sido el mejor de mis días: tempranito un perro había marcado sus huellas dactilares en mi pantalón de batalla y, por la tarde, un gato negro se cruzó imprevistamente en mi camino dándome un susto de aquellos.
Ahora estaba allí, golpeando una casa en proceso de demolición.
Vista desde afuera, la situación era patética.
Eso pensaba cuando, de improviso, se escucharon unos pasos, bajando apurada y ruidosamente las escaleras.
Alcancé a verlo gracias al hilo de luz que se colaba por la puerta: un tipo completamente pelado, de unos 67 kilos, camisa mangas largas de color gris y pantalones muy arrugados.
-Pasá, pasá, subí – invitó, deteniéndose en la mitad del recorrido y haciendo un gesto con su mano derecha. Enseguida dio media vuelta, emprendiendo el regreso trabajosamente.
Tiene más de cincuenta - fue lo primero que pensé mientras subía los dos tramos, invadido por una imprevista energía.
Encontré al tipo, despatarrado en un sillón, mirando un partido de fútbol en medio de una habitación en semipenumbras.
La casa parecía muy grande pero en pésimo estado. Hacia mi izquierda podía adivinarse un amplio escritorio sumergido entre libros, infinidad de papeles, una viejísima máquina de escribir, dos pocillos junto a una jarra repleta de café, alfajores tandilenses y una caja de puros Montecristo. Contra la pared, desde una impresionante biblioteca, espiaban Arlt, Hammett y Chandler.
- Sentate por ahí – dijo haciendo un gesto con su mano, sin alejar la vista del televisor- Servite un café, debes estar cagado de frío. Ahí tenes unos alfajores.
No esperé que lo repitiera. Comencé por los tandilenses. Estaba en eso cuando tuve la sensación de que alguien observaba. Lentamente volteé la cabeza y lo vi: un gato negro de bello pelaje me estudiaba con desconfianza desde el teclado de una computadora.
El tipo, en tanto, parecía flotar por otros mundos. A cada instante se movía, gritaba y gesticulaba, aparte de comentar el partido con otro gato y conmigo, en forma indistinta.
¿Quién era aquella persona que hacía pasar a las diez de la noche a un completo desconocido sin siquiera preguntar su nombre o qué quería?
Alejé esos pensamientos, recordé el frió chupándose toda la noche allá afuera, tomé otro sorbo de café, me dije que no había tanto apuro. Al fin de cuentas era la última encuesta.
……………………
Cuando el partido al fin terminó, el tipo bajó un poco el volumen, se dio vuelta y comentó con cara satisfecha:
- ¡Como juega el 9 francés, no, que bárbaro!
Asentí con la cabeza sin demasiado interés. Sonrío, parecía entusiasmado.
Cuando le dije que estaba allí por una encuesta, se puso serio. Yo sabía de memoria lo que vendría después: el tipo iba a arrinconarme hasta la puerta con cara de pocos amigos, repitiendo el consabido latiguillo: “La política no me interesa. Yo si no trabajo no como”.
Para mi sorpresa, el desconocido no hizo nada de eso. Se paró, encendió un habano, me ofreció otro que rechacé. No pude evitar toser como un condenado.
- Yo ya no voto – dijo con una sonrisa que se me antojó triste.
- ¿Qué edad tiene?
- Tuteame, por favor – pidió – No soy tan viejo. Tengo solo 54. Aunque Scott Fizgerald decía que el comienzo del fin venía luego de los 30 años, la edad fatídica.
Empecé a ponerme nervioso.
- No entiendo por que no podes contestarme el cuestionario - insistí birome en mano, dispuesto a pelearla hasta el final.
- Si queres lo contesto, pero te lo van a rechazar.
Lo miré un instante, le dije que no se preocupara, que ese era mi problema. Se encogió de hombros. Corrió unos papeles de un sillón, volvió a sentarse.
Dijo llamarse Osvaldo, de profesión periodista y escritor. A esa altura me hubiese dado igual que se llamase Montoto y vendiese hormigas en la feria de pulgas.
Luego de unos minutos, cuando la encuesta estuvo terminada, mi curiosidad pudo más y pregunté si había publicado alguna cosa. Me arrepentí enseguida de haberlo hecho.
- Alguna que otra – respondió, señalando una caja de empaque ubicada contra la pared, debajo de un banderín de San Lorenzo que colgaba junto a una página enmarcada de “Las Ilusiones Perdidas”, de Balzac.
Me acerqué, había una pila de libros acomodados cuidadosamente. Tomé uno y leí el nombre del autor. Por instinto busqué una foto. Volví la mirada hacia el tipo, incrédulo aún. No existían dudas: unos kilos menos, algo más viejo, completamente pelado, aquel era el doble exacto del gordo Osvaldo Soriano.
Quedé mudo por un instante. El tipo debía ser un chiflado de los que abundan y ahora se disponía a contar la novela de su vida, seguramente muy buena e interesante pero ya tenía lo que quería y estaba demasiado cansado para escucharla.
……………………………………
- ¿El baño? Mi vejiga no daba más.
- Por ahí.
Volví aliviado y eso, creo, me devolvió el buen humor. Además el tipo había preparado una picada con dos botellas de vino francés, era amable y tenia cara de buena persona. Pese a estar completamente loco, claro está. Resolví quedarme un rato más.
- Cuando estuve internado en Buenos Aires yo me hallaba muy enfermo – continuó, destapando uno de los vinos, como si la charla hubiese continuado en mi ausencia – Andaba sin gato ni esperanzas, leyendo antiguos libros y evocando viejos partidos de fútbol. ¿Sabés qué? Yo siempre viví de noche. La noche es bella pero te va gastando. Es un mundo de novela policial: tiene sus médicos, sus abogados. La noche es de gatos, putas y travestís, de trabajos nocturnos…
Se detuvo. Advirtió mi cara de descreimiento. Afuera se alejaba la sirena de un patrullero.
- Ya sé lo que estás pensando: que yo no puedo ser Soriano, que él está muerto, que lo leíste en el Página”. ¿Vos seguro sos estudiante universitario, no?
- Crónico - admití.
- ¿Y todavía seguís creyendo todo lo que dicen los diarios?
Sonrió. Continúo el relato sin esperar respuesta.
- Mirá, yo estaba mal, eso lo sabes. También conocés mi debilidad por los gatos. Soriano en italiano quiere decir gato. Cuando lo descubrí, empecé a leer prácticamente todo lo que encontré sobre ellos. Siempre se los relacionó con la inmortalidad, por aquello de las siete vidas. ¿No? Yo tuve gatos toda mi vida. Ahora nomás tengo tres. Son mis hermanos. Nos comunicamos fácilmente, tal vez porque, como ellos, siempre viví de noche y soy muy vago.
- Pero, ¿cómo es que estás vivo? – me sorprendí diciendo. Rápidamente me di cuenta lo disparatado de la pregunta. De todas formas, el tipo no pareció escuchar porque continúo su monólogo delirante como si nada.
- Tuve muchos gatos que me ayudaron a escribir las novelas. ¿Sabes que hay gatos que escriben y otros no? Este que está acá – dijo, alzando uno de ellos- se llama “Negro vení”. Lo traje conmigo al volver del exilio. Después de un tiempo, mi amigo Dal Masetto lo hizo irritar y nunca más volví a verlo, hasta aquella noche en la clínica.
Acarició al gato con infinita suavidad. Le preguntó algo que no entendí.
- Yo estaba postrado en una cama cuando apareció en el marco de la ventana. Lo llamé, emocionado y se acercó con lentitud. Luego pegó un salto, se acostó entre las cobijas y quedó mirándome. Ahí comprendí.
Miró mi cara perpleja. La historia me había atrapado y el lo sabía. Hizo otra pausa. Destapó con destreza una segunda botella, sirvió las dos copas satisfecho por la expectativa que había creado.
- El gato venía a proponerme un pacto – prosiguió Una de sus siete vidas a cambio de que escribiese sobre ellos para, de alguna manera, desmitificarlos. Eso, en aquel momento, no constituyó ningún sacrificio: yo aspiraba a realizar un libro sobre ellos que fuera, a su vez, un ensayo literario y un homenaje a mis gatos. Sabía que para escribirlo debería vivir de noche, no creí que sería tan duro, que iba a extrañar tantas cosas de allá afuera. Solo pensé en salvarme, tampoco tenía otra salida.
Por un instante pareció fuera de sí, como desesperado. Instintivamente llené su copa y la bebió de un trago. Se mantuvo en silencio un par de minutos, luego alargó su mano hacia la caja de habanos, tomó otro y continuó.
- Una vez concretado el pacto, Negro vení estuvo observándome un largo rato. Luego se desperezó, saltó de la cama y desapareció por donde había venido para reaparecer en mi casa, días después. Al instante sentí un vigor indescriptible y aquí me ves.
Miró hacia un punto fijo de la pared. Habló como si me estuviese viendo a los ojos.
- ¿No me crees nada, verdad? Pensas que estoy chiflado. Luego agregó: ¿Conoces algo de gatos?
- Solo que hoy se me cruzó uno y tuve un día increíblemente terrible.
Instintivamente bajé la mirada. Negro vení me observaba con sus ojos penetrantes, al tiempo que bajaba las orejas estirando su cola. El tipo pasó la mano sobre su cabeza para calmarlo.
………………………………
A esta altura yo no sabia que pensar. Ciertamente el tipo era un experto en Soriano. Tal vez fuera un admirador que el gordo hubiera detestado y descripto con cruda ironía, alguien que el gordo pondría a escribir mientras el descansaba plácidamente en algún sillón. ¿Cómo uno puede aburrirse teniendo una biblioteca grande y un buen colchón? – había dicho alguna vez.
- Los gatos traen suerte – prosiguió el impostor – pero solo si uno no intenta darle órdenes. Maltratarlos, asustarlos, está penado, según el cuento de Poe, con los peores horrores del infierno terrenal. ¿Sabías que en el Antiguo Egipto eran sagrados?
No, no lo sabía. Decidí seguirlo corriendo para el lado que disparaba.
- ¿Pero, si es cierto que lograste una nueva vida gracias a tu gato, por qué no salís a la calle?
- Porque yo soy un gato, perezoso y distante. Creo que siempre fui uno de ellos. El oficio de escritor es un don generoso que se me concedió bajo la forma humana y del que estoy muy agradecido.
No se por qué pero sentí un sudor frío corriendo por mi espalda. Tal vez solo era ese vidrio roto de la ventana. Me acerqué. Pude observar la calle desierta, las tenues luces de las casas vecinas. A lo lejos se escuchaban campanadas de alguna iglesia. Dentro de la habitación otra vez el silencio.
- ¿Qué barrio es este?, ¿Qué calle?
- No se el nombre - contestó con desgano - Es una cortada. Fijate cuando salgas.
Una tercera botella apareció de la nada. Las copas volvieron a estar llenas. El desconocido volvió a increparme.
- ¿Continuas pensando que estoy de remate, no? Ni te imaginas lo que es estar aquí mientras todos creen que has muerto. Esa sensación de soledad. Llamar a los amigos de toda la vida y que te cuelguen pensando que sos un bromista. ¿Me entendes? Yo que siempre me enorgullecía de no haber escrito jamás una línea en horas de la mañana, estoy condenado a vagar por la eternidad en una noche continua. Antes era mi elección, ahora…estos pactos no pueden romperse.
Puso a “Pichuco” en la compactera. La tristeza se reflejaba en su rostro. Empecé a pestañear más rápido. Siempre sucede cuando me pongo nervioso.
- Yo te creo- mentí, sin convicción- Todo resulta muy extraño pero te creo.
Hizo un gesto con su mano como de dejar de lado toda esa paparruchada. Lanzó un profundo suspiro. Cambió de tema.
- ¿Te gusta el fútbol?
- Más o menos.
- Seguro que de chico te mandaban al arco, ¿no? Sus ojos volvieron a brillar.
Rememoró hazañas jugando de nueve en Cipolletti de Río Negro, su paso por Confluencia hasta la lesión que lo alejó de las canchas. “Ahora solo puedo disfrutarlo mirándolos por la tele”. Se rasca la cabeza. “Humberto Eco solía decir que quienes miramos fútbol somos terribles depravados sexuales. Algo de razón tiene: yo me transformo, babeo de excitación. Y cuando juega el Ciclón, ni te cuento. ¿De que cuadro sos?
- D e Boca.
- ¡Uh! Te acompaño el sentimiento. Se echó a reír al ver mi cara de indignación. Nos trenzamos un largo rato. El alcohol ayudaba. El tipo conocía todas las formaciones de la historia azulgrana y los 22 del seleccionado francés.
- Los intelectuales detestan el fútbol – dijo, volviéndose a rascar la cabeza – Pareciera que el que piensa debe estar peleado con el cuerpo. Y al revés. Siempre dije, con un poco de sorna, que la cosa se pone complicada para un intelectual en cualquier lugar donde se juntan más de cinco personas.
Sonrió.
- Algo exagerado, ¿no? Pero es un poco así.
Varios vinos de por medio el tipo entró a relatar anécdotas reales y ficticias, sobre novias lejanas y potreros juveniles. No se como salió el tema pero comenté que estaba desocupado y el tipo esbozó una reflexión sobre aquella raza prescindible que desordena las estadísticas, según la visión de los gobernantes. Me notó incómodo. Volvió al fútbol.
- Gran parte de lo que escribo tiene que ver, en cierta forma, con el fútbol, con los goles que uno pierde en la vida, con la identidad, los desencuentros de la historia, que es un poco hablar de lo mismo. De la soledad que nos acompaña desde el nacimiento en nuestro país.
Me miró serio.
- Yo siempre fui un tipo muy solitario, aún viviendo en pareja. Siempre escribí para compartir esa soledad. Hoy escribo para no volverme loco del todo.
Otra vez lo invadió un infinito cansancio. Miré el reloj, el tiempo volaba. Seguramente mis compañeros estarían preocupados.
- Me tengo que ir.
- Tocayo, la pase realmente bien – dijo incorporándose mientras me daba un fuerte apretón de manos- Te envidio, que no daría por contemplar un amanecer, volver a ver a mis amigos, subirme a un colectivo 60.
Estaba colocándome la campera cuando pidió que lo esperara un momento. Al rato volvió con un par de libros.
- Tomá, un obsequio. Este es mi último libro, el otro es sobre gatos. Te lo presto- remarcó alzando la voz- Hasta otra vez que andes por acá.
Me despedí de nuevo, esta vez con un abrazo. Estaba bastante mareado así que bajé lentamente las escaleras. Cerré la puerta con cuidado. Afuera el frío penetraba los huesos. Subí el cuello de mi campera, instintivamente esforcé la vista para ver el nombre de aquella calle. “Pasaje Peregrino Fernández”, decía un vetusto cartel que colgaba del edificio de la esquina.
Por el coordinador me enteré que ese pasaje nunca existió en Río Cuarto.
También me dijo que no le veía ninguna gracia a lo que había hecho, que estaba trabajando y no perdiendo el tiempo en estupideces. Luego agregó, quizás recordando sus tiempos de encuestador, que otra vez que quiera “truchar” alguna encuesta, por lo menos fuera un poco más vivo.
Han pasado varias semanas pero aún no he conseguido olvidar aquella noche. Pese a que nunca pude hallar aquel sitio, he logrado reconciliarme con los gatos. Y todavía espero recibir aquella novela donde me cuente que la muerte es solamente un mal sueño.
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