Revista EL COLECTIVO

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martes, 16 de octubre de 2007

UNA EXPERIENCIA DISTINTA


En una fría y lloviznosa noche del mes de mayo caminaba junto a mi mujer por calle España; al llegar a la plazoleta que se encuentra frente al Cementerio Municipal, observamos a un patrullero de la Policía de Entre Ríos estacionado junto al cordón de la vereda. A su lado, un par de agentes tenían a dos muchachos contra la pared, con los brazos extendidos hacia ésta y las piernas abiertas, mientras los revisaban buscando quién sabe que cosa (o también, por qué no, tratando de poner entre sus ropas algún objeto o sustancia que los incrimine de algo...). Nuestra experiencia personal en actividades de Derechos Humanos y en grupos que se oponen a los aparatos represivos del Estado, nos indicaba que en estos casos los policías, si no hay nadie que los observe, proceden en numerosas oportunidades a maltratar y golpear a los jóvenes mientras son revisados, por el simple hecho de ser pertenecientes a las clases populares de los barrios marginales de la ciudad, los cuales suelen ser detenidos por “portación de rostro”. Por tal motivo, caminamos unos quince metros, y nos detuvimos a observar lo que sucedía. He aquí que al pasar a su lado, reconozco que uno de los pibes detenido era uno de mis alumnos de 8ºC de la Escuela Nuestra Señora de Guadalupe. Por supuesto un motivo más para quedarnos en el lugar para resguardar la seguridad de los muchachos.
Al notar los policías que los observábamos, nos dirigen unas de esas miradas que no necesitan palabras, esas que dicen “qué hacen acá, circulen y no se metan en lo que no les interesa”. Luego de unos largos e interminables minutos, al darse cuenta que no cambiaríamos nuestra actitud y que no podrían intentar detenernos por “portación de rostro” o por algún otro oculto motivo, deciden irse del lugar. Una vez que se retiraron los “guardianes del orden”, y luego de darnos los pibes las explicaciones del caso (que indudablemente estaban de más, pero ellos necesitaban demostrarnos su “inocencia”) y de despedirnos con un agradecimiento de su parte, nos quedamos pensando en cuántos chicos viven diariamente este tipo de situaciones, las que sumadas a muchas otras van construyendo en ellos una realidad de pobreza y discriminación que los convierte en excluidos y marginados de (y por) la sociedad.
Con la intención de aportar algo que les pueda ser útil en estas situaciones, durante la clase siguiente, en mis horas de Geografía, les conté a los estudiantes del curso lo sucedido, comprometiéndome a conseguir material adecuado para abordar la problemática. Luego de unos meses de búsqueda, conseguí para trabajar con ellos el Manual del detenido, realizado por el Proyecto de Extensión “Regulaciones culturales, prácticas antirrepresivas y antidiscriminatorias” de la Facultad de Ciencias de la Educación de la UNER. Este manual, que fue confeccionado en base al Manual del pequeño detenido realizado por la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), y adaptado a las condiciones específicas de la ciudad de Paraná, fue impreso en los talleres gráficos de la Fundación La Hendija y publicado por la revista El Colectivo (revista para la cual escribo).
Al proponerles trabajar en el aula el manual, los estudiantes contestaron afirmativamente poniendo, a mi entender, cara de “qué suerte, no tenemos que aguantar la clase de geografía”. Inmediatamente me di cuenta de mi error de apreciación, pues se notó el interés que tenían en el tema, el que, indudablemente, es algo que los acerca a su realidad diaria. Las preguntas llegaron a medida que leíamos el manual; “¿te pueden detener si sos menor?” fue una de las primeras. Le siguieron “¿a las mujeres nos pueden detener policías varones? ¿Pueden obligarte a firmar una declaración? ¿Te permiten llamar por teléfono a tu casa? ¿Y a un abogado?” Tras las cuales una catarata de interrogantes demostró que la detención en la calle por la policía es algo que les ocurre normalmente (y que les preocupa). Varios de ellos comentaron que “a un amigo mío le pasó”, hasta que uno (sentado al fondo del aula) que hasta ese momento había estado muy callado, se animó y dijo “a mí me llevaron detenido”. A continuación relató la experiencia vivida, contando cómo y dónde fue detenido, cómo le tomaron las huellas dactilares, qué cosas le sacaron antes de encerrarlo en una celda, etc.
Lamentablemente hay que destacar que en sus relatos apareció en forma reiterada una frase que por repetida no deja de ser cierta: “si les decimos a los policías cuáles son nuestros derechos nos cagan a palos. Te dicen calláte negro de mierda y te fajan”. Ante esa realidad, uno sólo puede decirles que cuando salgan de la comisaría deben ir a Tribunales a realizar la denuncia; que no deben callarse porque dan lugar a que suceda de nuevo. Pero es muy poco lo que se les puede recomendar comparado con los golpes que seguramente recibirán de parte de la policía. La respuesta a este interrogante, indudablemente deberían darla las autoridades provinciales y nacionales.
Lo importante de esta experiencia en el aula, más allá de trabajar distintas situaciones, conocer nuestros derechos y analizar lo que se puede o se debe hacer en estos casos, fue lograr (o al menos intentarlo) desnaturalizar la idea de que la policía puede detenerlos dónde, cuándo y por lo que quiera, algo que por suceder a diario es tomado como normal en la vida de los adolescentes de los barrios excluidos y marginales de la ciudad. Que les pase todos los días no significa que sea natural, y para terminar con ello el primer paso es reconocer el problema, para luego intentar su solución.
Como conclusión, debo resaltar que trabajar en el aula esta problemática, les resultó a los estudiantes (y no sólo a ellos) mucho más importante, atrayente y provechosa que conocer cuál es la superficie, el idioma que se habla y la capital de un lejano país al cual probablemente nunca en sus vidas podrán visitar.
(Juan Luis Henares, Prof. en Ciencias Sociales-Paraná, Octubre de 2007)

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